Rincón del poeta



Una triste Historia...

Aquel día se celebraba una gran feria en el poblado. Las cosechas habían sido espléndidas, y todas las gentes con más o menos razón, se consideraban afortunadas.

En el fondo había bastan- tes razones para estar fe- lices... la cosecha, no se pensaba en ningún tipo de hostigamiento por parte del enemigo, y hasta el tiempo acompañaba con un sol brillante, sin nubes en el horizonte amenazando con descargar tormenta alguna.

Pero yo me encontraba sentado en el quicio de una puerta, sin nada que hacer, sin nada que festejar. Estaba envuelto en mis pensamientos y en mis cosas del día a día. De vez en cuando levantaba la mirada para observar a los allí reunidos, el corretear bullicioso de los más pequeños, los gritos de los vendedores en los puestos, los artesa- nos ofreciendo sus objetos o el sórdido estruendo del trasiego de la gente, que repiqueteaba en el empedrado de la plaza.

En un momento todo ello quedó aho- gado por un silencio sepulcral. Los más pequeños cesaron de jugar, los arte- sanos, vendedores y público en gene- ral miraban hacia un rincón de aquella plaza. Aquel silencio empezaba a ser insoportable.

Al incorporarme para ver lo que sucedía, pude distinguir en medio de aque- lla multitud, la figura de un viejo bardo... sus pomposos ropajes y su laúd a la espalda le delataban. Caminaba muy despacio entre las miradas de aquella gente, sin importarle la expectación que levantaba, sin hacer ningún gesto, sin levantar la mirada más allá de sus botas llenas de polvo del camino. Una vez que encontró un lugar un poco mas elevado, sacó el laúd que llevaba a su espalda, y por fin levantó la vista hacia las per- sonas congregadas.

El silencio finalmente cesó, y la música como canto de un ruiseñor surgió a través del laúd del bardo. Sonaban unos melancólicos acordes y de su boca salieron unos tristes versos, lán- guidos, como si un lamento fuera...

“... Que por mayo era por mayo, cuando hace calor
cuando los trigos son cañas y están los campos en flor,
mientras yo triste y apenado, que vivo en esta prisión,
que ni se cuando es de día, que ni cuando las noches son
si no fuera por una avecilla que me cantaba al albor
me la mató un mal arquero, déle Dios su perdón...”

El laúd parecía gimotear, como si el bardo esperase que manaran lágri- mas de sus entrañas en vez de notas musicales. El viento mecía sus alboro- tados cabellos blancos, caídos sobre sus enjutos hombros, que contrasta- ban con la avejentada casaca torna- solada llena de polvo. Aquel hombre parecía un ser espectral, demacrado, con algunas cicatrices y sobre todo extremadamente delgado.

Cesó la música, y volvió a colocar otra vez el viejo laúd a su espalda. El silen- cio lo invadió todo de nuevo y como si de algo mágico se tratara, la gente empezó a abrir un hueco para que pudiera pasar entre ellos. El bardo diri- gió la vista hacia el suelo y comenzó a caminar lentamente, pero esta vez hacia donde me encontraba sentado.

Alzó su vista y clavó sus almendrados ojos en los míos, y entonces me susurró.

-Espero que tú también perdones a mi hijo. Siento que fuera el que mató a aquel pajarillo, no sabía lo que hacía... Gracias caballero, y que Dios te guarde.

Dicho esto, se perdió dentro de las ca- llejuelas cercanas a la plaza. Nunca lo he vuelto a ver.

Balatraka

 
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